jueves, 10 de diciembre de 2009

Lobo suelto

Un fragmento del Río.



Lobo suelto

Ni soberanos ni súbditos: portadores de una carta de buen comportamiento. Menos hacedores de un destino común que el resultado de una oscura máquina que asigna lugares, órdenes y jerarquías. –¿Una clasificación de lo real? –Desde luego, pero las taxonomías dejan marcas en la carne. Si se es lo que se hace y lo que se hace es vivir, entonces se es como se vive. Y, de este lado del Río de la Plata, se vive en la ciudad –la de las dos fundaciones, la reina– o en el conurbano, más allá de la General Paz o de este lado del Riachuelo, anudaditos en cordón y sin fecha de nacimiento precisa.

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En el diagrama de la ciudad, visto desde la autopista o en el arribo mismo del tren, las estaciones muestran su fachada carnavalesca. Son espacios de tránsito travestidos en mercados, santuarios y piñatas de la limosna. Son porosidades de la piel que ensayan la hibridez de la carga. Pero, ¿quién se hace cargo de ese tránsito, de nuestras ilusiones? ¿Qué se cifra en el espejo astillado que cada día proyecta y arroja a miles de hombres y mujeres en la ciudad? Si el cargo tiene su origen en la identificación, ¿con quién debería identificarse la estación de tren? ¿Y los que se suben y bajan de los trenes? Ésos nos invaden, están por todas partes.

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¿Quién es ciudadano, entonces? Quién se asume porteño en un espacio que no promete comunidad, sino que espera de nosotros exigencias consorcistas. Quién se identifica con las fachadas y las jetas que invaden la Ciudad. Quién se identifica consigo mismo. Pues, lo habitable huye de la Ciudad y del Conurbano. Se hunde en otro Río. En otras orillas. Se va al interior, quizás. Cruza el Atlántico, tal vez. No se trata de un Apocalipsis. Se trata de la pregunta por la habitabilidad. Dónde vivir. Dónde hacer. Dónde ser felices. Y los espacios nos presentan otras categorías, otras necesidades. Y nos dan otras respuestas, entonces; exigen de nosotros otras preguntas.

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