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sábado, 2 de julio de 2011

German chacareran

Un año nuevo se cerraba con una promoción no ganada. O sea, descenso. Y esa noche, un locro de un amigo argentino, su vecino alemán con sus chacareras me rascataron de la desolación. No importa mucho sino para mi recuerdo. Quiero compartir su locura por las chacareras, sin saber una palabra de español. Alto músico.
Como retribución lo agreggué a la novela y también al mar. no hay relaciones verídicas, más las que parecen.

http://www.youtube.com/watch?v=8oXctkf3b6A acá las chacareras de Sasha.

abajo su intromisión en mi relato.
***
Algo que podía ser un frío joven lo despertó. Eran las dos cosas, el frío de un otoño que empezaba su incontinencia y el brazo de su hermano, Mark. Sasha abrió los ojos rápido, estiró un cachete para un lado, la oreja para el otro, la frente hacia arriba, la nariz se inflaba, como un dibujo animado apunto de echar una carrera. No entendía lo que le decía. Empujó a esa chica que estaba durmiendo con él, lo abrazó a su hermano y salieron a la calle, a ver de qué se trataba eso. La gente iba y venía como si estuviese borracha, y como si estuviese planeando algo que no había sido pensado, mejor dicho, realizado con la impunidad con que se emborrachaban en la calle. Octubre era un mes que podía traer recuerdos igual de buenos y malos, la pérdida de la segunda guerra, los octubres celebrados como el día de la patria en la imperiosa Karl Marx Allee. Sasha no vivía muy lejos de la nueve de julio berlinesa, ahí, cerca del barrio obrero, cuando eso no era el mundo entero. Seguían ellos, los otros, yendo hacia el centro de la ciudad. Se veía venir, era una tormenta resistida en el cielo por algún dios que, seguro, no había estado vestido de blanco. Algún dios jubilado en las academias y bibliotecas del otro lado de la ciudad. El trolebús no dejaba de andar, cómo podía ser. Qué iba a cambiar. Sasha ya estaba agotado, llegando con su cara para cualquier lado, haciendo un chiste, imitando a un soldado, pensado que alguien lo estaba viendo. Un dios, alguien sabría de ese hecho. Ningún periodista. El hijo. Cuando le contara al hijo, la burla al soldado. Para después. Después volvieron a sufrir una pedagogía similar. La tolerancia. Sasha no creía que ese fuere su problema. Cruzó una vez, cruzó otra. Cruzó una vez más y no quiso volver. No pudo. Unas horas, unos días. Drogas, cualquiera. Le daban guita, loco. Me daban guita. Esa noche no recuerda qué pasó. Probó todo. Al otro día, fue al banco, dijo que le dieran los marcos de bienvenida, le pusieron un sello. Salió a la calle, todos seguían de la cabeza, qué había pasado, quiso cruzar la ciudad pero ya no había que cruzar más que la frontera de un recuerdo muy cercano. Se fumó la guita de bienvenida en minas, mercas y pelotudeces, como una cámara de fotos. Al otro día se despertó, se borró el sello de bienvenida. Fue al banco, pidió más plata. Así, durante una semana. El cajero ya lo conocía y, aunque la ética alemana sonrojaba a ese vigilante del oro nazi, disfrutaba pensar que era algo que no podía pensar: consumir. Casi como introducir a una jovencita en los placeres sexuales, sólo despertando su curiosidad innata. Sasha recordó a la chica que dejó esa noche de unos días atrás. Se habrá enterado de que se puede ir a la otra parte de la ciudad. A la parte fea pero prometedora. A la parte menos nuestra. Donde la policía parece simpática. Cómo se llamaba, se pregunta Sasha. Cara. Dice. Aunque le parecía impreciso, erróneo. Cara. Cara. Se rascaba la inminente calvicie. Carabajal, le salió como un tirón. Extraño nombre, largo. No se puede tener un nombre tan largo. Luego, quizás, reflexionó que esa extrañeza y longitud le habría hecho recordar el nombre. Al fin de cuentas, lo raro es lo que nos impacta. Y sus ojos marrones, la morocha, su cola redondo. Sasha lo miraba en el horizonte rosa del atardecer congelado de Berlín, mientras se fumaba unos cigarrillos marlboro. María Carabajal. Ahora sí. La ciudad es un pueblo y, cuando lo dijo, recordó donde la había conocido. María había cruzado en esos días por un acto folklórico. La República Democrática quería dar la imagen de mundo que no daba, resistiendo a la apabullante ola de cocacolas, bananas ecuatorianas y multicolores fluorescentes en las telas de cualquier pilcha. María era una sirena, le hubiese gustado decir a Sasha. Le había enamorado la melodía ajena de una chacarera. Sasha era músico de cámara, futuro de. De pronto, encontrar la belleza de una música cálida y triste, reventona del alma, le había despertado una inquietud que las sinfonías militarizantes de la Soviética no le comunicaban. Se acercó con el respeto de las formas, la vergüenza del preso y el amor interno de lo nuevo. Todo esto pasaba mientras Sasha se terminaba su otro marlboro. La buscó otra vez. La encontró a María, que vivía en la otra parte de la ciudad, bueno del mundo. Hace años se había venido de Argentina, el viejo, escapando de la dictadura. Terminó en Berlín occidental. A Sasha le parecía tan lejano cruzar el océano, cuando apenas había llegado a la frontera de Hungría. Todo lo excitaba el doble. Lo enamoraba el doble. La duplicación de los sentimientos guarda la necesidad de vivir lo que el otro. María no hablaba mucho, en alemán. Las cuerdas habían sido el puente que los había encontrado. Total sabes de sobra que en vano fue quererte. Repetía Sasha con un español desconocido. De memoria. María reía. Qué entiende este gringo. Se rió y Sasha, con su cara centrífuga, la festejaba y seguía cantando la letra del tío de María. Hace unas semanas de eso. El muro había caído y ellos tenían pasajes para Santiago del Estero. Sasha iba a conocer Argentina, la tierra de Ernesto.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Lalatita

Y los vientos podrían narrar la ira de la tormenta. Esquilo.
***

Esa tarde al volver del colegio, Ezequiel, el futuro ministro de economía, recibió lo que nunca. Una carta. Había recibido una, alguna vez que se fue de campamento. Bastante poco real, por cierto, pero la idea de los profes era que tuvieran esa vivencia, que reconocieran la existencia de la distancia, el motivo y el envío. La sorpresa no produjo excitación, todo lo contrario. Prefirió dejarla en el buzón y luego pedirle a la vieja que lo abriera. Ella sabría filtrar cualquier información no deseada. Al fin de cuentas, un ministro también es un humano. Dicho y hecho, como no podría ser de otra manera. Llegó la vieja, después del beso en el pelo, le dijo que había algo para él. Leticia también estaba sorprendida. Pero entendía que la burocracia no estaría estirando su mano a la juventud. Para qué. Después la sonrisa le cambió. Cómo es posible que alguien sepa que Ezequiel vive acá. En esa época empezaron los robos, cuando no algún que otro secuestro paradigmático de personaje famoso. Estas inquisiciones no ocurrían ciertamente en Leticia, aunque sí lo percibía la abuela Alberta que estaba cuidando a Ezequiel. Andar mucho por el barrio, chismoseando, escuchando la radio. Hitler.
Me la abrís, soltó, después de que su madre la dejara delante de la chocolatada. Abríla vos. Dale, porfi. Es para vos, qué tenés, miedo. Miró la hora, no para verla, sino para esquivar el gesto de hacete grande y no hinches las pelotas. Al final, abrió el sobre. El reflejo de la foto, antes del papel blanco volvió a sorprenderlo. Toda era una sorpresa y no era su cumpleaños. Cuestión que la foto era de una latita. Una latita de lo que después nos enteramos, era de cerveza con arándanos, de la cuenca del Missisipi, más precisamente, de Alexandria. La lata era de color violeta y amarillo, con algún rasgo de diseño de los setenta. Pelotitas y zigzagues. La carta estaba escrita en un español modesto. Modesto era la particularidad de una letra prolija pero una articulación forzosa. Mucho gusto, Señor Ezequiel. Mi nombre es John L. Cooke y tengo esta lata de la foto. Agregaba datos de la procedencia, de la manera de producción de corta tirada, incluso del sabor y de cómo esa lata había llegado a sus manos. El gringo Cuk había decidido abandonar su tierra natal después de pensar que la guerra de Vietnam había sido un fracaso. Bueno, pensó que los rusos iban a invadir finalmente USA y que ver perder dos veces el mismo partido, no era algo que soportaría. Se dijo que era mejor ir a otra cuenca, la del Plata. Terminó subiendo un poco por el Paraná. Tuvo la intención de llegar hasta Misiones, pero en Corrientes se quedó. Pegó un laburito como mecánico de aviones, ahí avionetas nomás. Esa es mi historia Ezequiel. Si le interesa, puede escribirme. La idea de que este hombre quiera contar su historia a un desconocido como el futuro ministro de economía, que en realidad estaba buscando latitas vacías para agrandar su colección de latitas de todo el mundo. Ya había ocupado toda la pared, literalmente toda. Latitas de USA, de Alemania, Checoslovaquia, Francia, Holanda, pero sobre todo de USA. Casi cincuenta estados es una banda. De jugo, de cerveza, cocacolas, ediciones especiales de navidad, mundiales, días de la independencia. Su colección era la más grande del aula, del colegio, del país, y seguramente del mundo. Era su ilusión. Esta carta había llegado después de que al propio Ezequiel le publicaran una carta de lectores para la revista dominguera en ocasión del día del niño. Allí decía que tenía dos deseos, ser ministro de economía y tener la colección de latitas más grande del mundo. Ahora ese sueño era posible. Lo pensaron los lectores, lo pensó el gringo Cuk que entusiasmado buscó en sus cachivaches algún recuerdo de su patria chica. Lo desearon sus padres, sus abuelas y compañeros de colegio. La alquimia del mundo conspiraba para que se cumpliera su destino, diría algún libro de ayuda individual. Mientras la fatalidad soplaba río abajo, Ezequiel lustraba la foto enmarcada de su beer cranberry. A la espera del canje por la lata REAL.

viernes, 15 de octubre de 2010

El atlas de las islas remotas

Al viejo se le ocurrió hacer un libro sobre las islas que nunca visitó ni nunca iba a visitar. El atlas de las islas remotas. Julio fue marinero mercantil. Digamos que se levantaba todos los días, al alba, para ir al puerto, cargar bolsas, partir, volver y volver a ir. El ponto. Hubiese podido, si quería, ser ingeniero, astillero. Pero el hombre quería el mar. Nada de quedarse a tierra. Todavía cuando no viajaba, salía a la calle, caminaba por Parque Patricios y pensaba cómo estaría el viento en la orilla. Trabajó para exportadoras suecas, alemanas, turcas. Había recorrido todos los mares. Había visto todos los soles, en sus colores, formas, lentitudes. Había leído muchos libros. Tres o cuatro, según la travesía. Y eso durante los treinti largos años de oficio. Pese a esa multiplicidad de paisajes observados y lecturas variadas, a pesar de la versátil capacidad de delatar el clima como pocos, encontraba todo idéntico. Daba lo mismo andar con la Chevrolet tartamuda por Zárate que entrar al puerto imperial de Hamburgo. Y como le daba lo mismo levantarse en la esquina de Caseros, donde había nacido, o en el puerto menos conocido del mundo, pensó en escribir no su experiencia de vida, que a él le resultaba decididamente monótona. Pensó en escribir sobre esos lugares de los que escuchó o vio en el mapa de pura casualidad. Una manchita arenosa entre tanto celeste. En todo caso, se dijo, escribir sobre las islas que, por no haberlas visitado nunca, lo dejaban imaginar –aunque sea imaginar– que existía algo que no se le asemejara. Una fruta que no fuera ni amarga ni dulce. Algún sistema de pesca diferente a los conocidos debido a cierta capacidad superior de la fauna marina autóctona. Por ahí, cierta disposición de la sombra que le revelara otra constelación estelar. Al fin, concluyó resignado, todo iba a terminar en semejanza. La incertidumbre de lo ignoto le daba un margen de posibilidad a lo mutante. Un agujero negro. El triángulo de las Bermudas. Por qué no.
Ya estaba grande para altamar. Lo jubilaron. No rico, pero sí tenía asegurado su futuro. Bastante solo, por cierto. La razón de que optara por trabajar de remisero. Seguía en el rubro transporte. Practicaba entonces la filosofía semántica o semántica filosófica a la que sometía al pasajero de turno. Deuda externa. Deuda viene de deber. Deber significa obligación y saldo nuestro respecto de otro, o sea, débito. Ambas cosas nos generan culpa. Sí, señor, es nuestra la deuda. Externa. Ex significa anterior. Terna es lo interior sin in-. Lo que no es dentro ni fuera es terna. Terna viene de tierno. Tierno de ternera. Ternera es lo intermedio de feto y vaca. Ternerita. Entonces, lo que ellos quieren, señora, es que les demos nuestra carne. Algo así como que reclaman la fuerza de trabajo de los inmigrantes que vinieron hace casi un siglo. Mi viejo, mi tía, su padre, señora. Ellos quieren que les devolvamos todo. No sólo quieren la vaca, la carne, quieren toda carne que les pertenezca sobre este territorio. Ellos también trajeron la vaca. Casi todo les debemos, sabe. Pero, yo, la verdad, sabe, no me siento culpable. Yo sé que ellos quieren de nosotros la carne. Viajé mucho, señora. Más de lo que se puede imaginar. Viajé mucho. Y siempre me dicen de la carne. Y de Maradona, claro. Pero mejor de ese no hablemos. Somos deudores de nuestra carne. Originalmente, en el Yuilyimaz, que es como la biblia de los tibetanos, el principio era carne. Nada de tierra, barro, costillas, girasoles. Carne, pedazo de carne, un bifecito. Que era carroña que venía del cielo y como en esa época el mundo giraba más rápido, la carne fue tomando forma, hasta llegar a lo de hoy. Es como que la energía aerodinámica fue dándole forma al cuerpo. Algo así como poner un pedazo de carne en una montaña rusa. Igual sabemos que no es verdad. Es todo fantasía. Pero adonde quiero ir es que la deuda no es de pesos, dólares, lo mismo da. De carne, la deuda ex de ternera. Sabe. Dígame si la aburro. Yo acá practico la semántica filosófica o la filosofía semántica, porque también escribo. Pero sobre otras cosas. Soy muy leído. De marinero, sabe. Laburé toda mi vida de marinero, por gusto. Pero también leía. Cultivarse que le dicen. Me jubilaron. Me alcanza. Pero me aburre estar en casa. Disculpe si le hablo tanto. Usted dígame y listo. Pasa que yo lo encuentro interesante.

sábado, 10 de abril de 2010

Retiro


Tarde. Siempre Tarde. Y a veces no sabíase si llegaba. Si fuérase a no venir nunca. Pero iba. Iba nomás con el talán tatán del San Martín. Los fierros se acoplaban y salían desde un lugar que parecía nunca arrancar. Juana esperaba el tren. Se subía, entre lento y forzado. Tirando de la baranda. Empujando del piso para arriba. Esa mañana, húmeda, como todas en Buenos Aires, la provincia. Porque la humedad llega para el hermanarse. Y como era una de las primeras estaciones el tren iba casi lleno, casi. Pasaban las estaciones y se llenaba un poco más. Después, llegando a Santos Lugares, se iban amontonando. Juana miraba por el vidrio. O esa falsa ventana que ponían para el fresco y contra los bandidos y linyeras. Abrazadita a su bolso, abrazadita a su viaje. ¿Qué tenía qué pensar? No sabemos. Ella iba y venía. Y en el viaje sólo sabía que viajaba y no preguntaba. Medía. El mediodía. Los remedios. Qué pastilla. Mariela. El gallo descogotado. ¿Otra vez embarazada? No. Eso es lo que pensamos nosotros. Ella quería un auto y unas vacaciones en Mar del Plata. Tampoco. ¿Qué quería Juana? Juana quería seguir en viaje. Ir hasta Retiro. ¿Qué es Retiro? Siempre lo vi esperando el tren. ¿Existe Retiro? El centro. Ah, sí. Donde se va el Ariel. Hasta allá se los llevan. Bueno. Es el centro, ¿no? Allá van. ¿Qué dirán esos? ¿no? Miralos, que van. Que se vayan a laburar. Sitian la ciudad. Cortan las calles. Je, y pensar que le pagan a Ariel diez pesos y unos cuantos patacones. Je. Después no lo llaman hasta el 17 de octubre. Recién vamos por julio. ¿Y de mientras? De mientras seguimos viajando. El tren va y viene. De Retiro a José Cé Paz.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Puta madre

¡Puta madre!, pensó. Juana no había venido. La carne se pudría arriba de la mesada. No había qué comer, las milanesas no estaban hechas. Un sol entraba por la ventana del lavadero que exponía toda la suciedad del piso. Juana faltaba por segunda vez. A Lautaro poco le importaba la falta de comida y la suciedad que se acumulaba en la casa. Era un capricho de madre que no comprendía. Cuando Juana no iba, nada era más terrible que el sonido del teléfono a las exactas dos y veinte de la tarde. Era la hora de la verdad. Era la hora en que llamaba Patricia, mamá de Lautaro y patrona de Juana. De ese llamado dependía el humor de los próximos días de la casa. Y siempre era quién le comunicaba esa situación decisiva. Para bien o para mal, con más o menos coraje, Lautaro alzaba el teléfono y, dependiendo del caso, tenía una estrategia. Si Juana iba, lo primero que decía luego de “Hola má” era “vino Juana”. Si no venía, preguntaba por el bienestar, por el trabajo, como para apaciguar su puteada. Pero, luego de dos faltazos, algo de vergüenza le daba proteger a Juana.
Eran las dos y media y ni los fantasmas de Juana ni de Patricia habían aparecido. Tranquila la tarde. Y pasaron las dos horas hasta que llamó má. “Negra de mierda”, cansada de la mugre, soltó Patricia. Y ahí arrancó el sermón del trabajo, de la carne que va a la heladera, de que iba a echar a Juana. Algo de pena le daba a Lautaro la falta de Juana. Vaya a saber uno porqué no vino. Quizás, Mariela se escapó y la está buscando. Quizás, José padre también había pirado y le agarró el pánico de la muerte y salieron para el hospital. Vaya a saber uno. Lautaro sabía de Juana por lo poco que charlaban, que era cuando él calentaba el agua del mate y ella planchaba, o cuando ella lavaba los platos y él pelaba la fruta. Y como era ineludible preguntar del porqué había faltado tantísimas veces, como era necesario conocer la historia para explicarle a su madre las razones del faltazo de Juana, Lauta iba y venía con los cuentos de Juana. Aunque siempre le venía a la cabeza, como le había dicho su tío (donde también trabajaba Juana), que no venía porque era el día que cobraba su plan trabajar. Y aunque esa hipótesis parecía saludable, pues no se le pagaban aportes, generaba una manto de sospecha sobre la pobre Juana. Plan trabajar es para quienes están desocupados. No para los que trabajan, sea cual fuere su condición. El problema no era, pero, que cobrara una guita no correspondida. La preocupación era que se fuera de cortes de rutas, accesos, calles. La cuestión era saber si era una de los nuestros o uno de ellos. ¿Juana? Nunca. Juana es más buena. ¿Cómo iba a ir de piquete? ¿Juana? No, quizás, José el marido borracho y loco. Juana ya tenía muchos pesares con la Mariela. Juana iba a seguir trabajando, por siempre, con faltazos, con sonrisas timidonas. Juana nunca iba a ir de piquete.
A decir verdad, ahora, después de volver del colegio, y sin la terrible espera por responder el llamado de Patricia, Lauta se iba a dormir la siesta. ¿Qué más podía hacer? ¿La tarea? No, mejor era dormirse y soñar que venía Juana, que todo se quedaba como estaba.

lunes, 18 de enero de 2010

Se pudre la cosa

–¿Cómo que se pudre la cosa?
–Sí, mamá, la cosa se pudre.
–Vos sabés que no tenés que andar con esos. Te usan, los usás, pero a larga te sueltan la mano y chau.
–No, mamá, esta vez viene en serio la cosa.
–¿De qué hablás Emilio? Tenés 20 años. Yo la viví, tu padre la vivió. Nosotros sabemos cómo termina, siempre igual. Quedate donde estás…
–Pero, mamá, es en serio la cosa. Dicen que van a volver al gobierno.
–¿En serio hablás?
–Sí, mamá, en serio.
–Bueno, si es así, mejor no te metas, porque va a correr sangre. Ay, por la santa madre, ¿lo escuchaste José? Se va a pudrir todo.
–Sí, papá, ya sabe. Me dijo que me quedara en el súper. Pero estoy podrido de laburar por dos pesos. Los chinos venden por dos pesos. Un día de estos, los chinos van a vender tipos.
–Hacé lo que quieras. Sos grande. Pero nosotros sí sabemos lo que es laburarla. Nos vinimos de San Miguel para acá y éramos más chicos que vos. Como está la cosa, quedate trabajando. Ni se te ocurra que te vamos a aguantar acá todo el día boludeando con tus hermanos ni a la mocosa de tu novia. Prefiero que te vayas a juntar mierda por ahí.

Juana se preparaba para ir a la Ciudad, a la casa donde limpiaba y cocinaba. Se puso las llaves en el bolsillo y salió. Todavía no era septiembre y el sol brillaba con cierta incomodidad. Resplandecía como en verano, pero el frío era feroz. Hasta la estación de José Cé Paz había unas cuadras. Las veredas estaban un poco húmedas de la noche todavía. Más cerca de la estación, pasó por la panadería. Saludó. Había más movimiento que de costumbre por la zona comercial. Estaban vaciando el local Rodie Sport. Cerraba. Juana no recordaba cuándo habían inaugurado ese local, pero imaginaba que lo habían abierto con la fundación de José Cé Paz. Se acordaba de que en las navidades sorteaban una bicicleta entre los clientes del año. Básica, pero con eso uno tiraba unos años de ahorro de caminata, y de zapatillas. De cualquier modo, hace años que no compraba nada. La señora Clarita, dueña de la casa donde laburaba, le solía regalar la ropa que sus hijos ya no usaban. Pero no importaba que no comprara, o que, incluso, nunca haya comprado nada, ni que nadie haya comprado alguna vez una zapatilla en Rodie Sport. Importaba más por sus aspiraciones. Regalar algo de Rodie, comprar algo en Rodie era un evento social. Y Juana, que tampoco recordaba haber entrado alguna vez, veía de qué trataba Rodie Sport. Dos paredes enteras con estantes de piso a techo, ahora vacíos, donde se supone estaban las cajas de las zapatillas. En el fondo, un millón, un poco menos, de posters. Jordan, Becker, Agassi, Cantoná, Romario, Valderrama, Gascoigne, Gatti. Al único que reconoció Juana fue al Diego del Boca del 81 y al del 95, con su franja amarilla en el pelo. Al lado de la puerta, el dueño de Rodie, don Adolfo Gutierrez, estaba sentado en unos cajones de soda. Los veía entrar, salir, llevarse todo en un saqueo lento y fleteado.

miércoles, 6 de enero de 2010

Sin paraíso

El primero de enero siempre (bueh, desde hace unos cuantos años) dedico unas horas a escribir. Poesía, ficción. Lo mismo da en ese día de sol y silencio eterno. Siempre me dije también que el primero de enero era un día de fin de mundo. A las tres de la tarde, nadie camina por la calle. Y cualquier cosa que pase es de una lentitud inquietante. Algo así como si las leyes del movimiento también se tomaran su feriado. Ahora que hay un mar, buscaré en el fondo viejos escritos de primeros de enero. En este año de bicentenario, tocó esto. Parte de esto. Espero, esta vez sí, llegar a algo. Aunque, quienes hacemos, decimos estas cosas (como la que sigue), no pensamos en los finales.


“¡Extraterrestres, extraterrestres!”, repetía Mariela delante del televisor. Era la hora. A eso de las cinco de la tarde, tarareaba alguna frase, alguna palabra. Eran las épcoas de la locura, una locura no declarada, no medicada, que llegaba para quedarse unos años. Otros años desaparecía, pero desde sus trece abriles la perseguía y no la dejaba criar a sus hijos en paz, no la dejaba trabajar. Al principio, pensaron que había sido una vecina que le había hecho algún trabajo de brujería. La mañana en que repitió por primera vez, debajo de la cama encontraron un pollo track despedazado que chorreaba sangre. Juana, la hermana, que sabía que Mariela estuvo cogiendo al hermano de su vecina, también su vecino, limpio todo rápido y lo metió en la olla para comerlo. “Charly, Charly” dijo ese día Mariela. Y así, como quien no quiere la cosa, Mariela se volvió una radio, la sentaban delante de la televisión y se pasaba la tarde viendo noticieros, dibujos animados y programas de chimentos. Resultó también que su madre, Juana también, prefirió llevarla al Hospital de la ciudad. Como no era primeras urgencias, años pasó de traumatólogos que le revisaban la cabeza por alguna contusión hasta nutricionistas que adjudicaban a la mala alimentación la alienación del mundo.
Extraterrestres, extraterrestres. Anotó José, el hermano de Mariela, quinto hijo de Juana. Durante los años en que Mariela sufría este rapto, José anotaba en un cuaderno las frases de su hermana. No era por un interés médico. José era fanático del manga japonés y la sentaba a ver los capítulos que él no podía por estar en la calle. Así, para no perderse los capítulos, usaba la desgracia en su favor como recording. Pero no era así, Mariela no percibía nada de lo que pasaba en la televisión. Mariela repetía nada que tuviera que ver con nada. Apenas, interactuaba con gesto en las conversaciones de quienes se sentaban a tomar mate y le hablaban. Ella respondía con una sonrisa o con un gesto de cansancio que consistía en inclinarse en el respaldo y poner las palmas sobre la mesa. Así podía quedar, reprochando no sé qué, hasta que llegara la hora de dormir. A veces, muy pocas veces, giraba la cabeza cuando sus hijos, Sharón y Mikael, venían a probar su pertenencia. Mariela giraba la cabeza, les extendía la mano y les daba algo que no existía. La mano estaba vacía, pero hacía (creía que realmente había algo) que les daba algo. Ellos lo agarraban y volvían al patio a jugar con la monada de sus primos.
Juana, la madre, se había resignado a buscar una cura. No era creyente. Pero sí suponía que la ciencia iba a ayudarla. Los doctores la paseaban por la ciudad, buscando otros doctores, buscando otras ciencias. Algunas hermanas llevaron curanderos, pastores. Nada, che, nada. Se repetía en el barrio. José, el padre, había pasado por lo mismo. Pero ya con cincuenta años a la rastra, con dos matrimonios encima y quince hijos a cuesta más otros tantos nietos. Además, José no estaba loco. Era borracho, un borracho fuerte, pero con pocas ganas. Y su borrachera no dependía de la locura monocorde de Mariela. Era una depresión recesiva. En el paraíso no se trabaja, decían las clases de catecismo que había aprendido José en su Tucumán natal. Pero a esta altura de la vida, José Cé Paz no era una vida, ni un paraíso y tampoco un lugar donde trabajar.