Ayer, en medio de las birras que tomé con el gran amigo MDC, Alfredo Zaiat parece habernos visitado, aunque sea como fantasma. Si la economía es una ciencia objetiva era la cuestión. Y de ello surgió el problema de la mediación del lenguaje. Y si de términos se sirve la ciencia, cualquiera, pero sobre todo las sociales, y la economía entre ellas. Clientelismo fue uno de los temas en cuestión y, aquí, quizás haya una respuesta para la condición de ciencia de la economía, su objeto y la capacidad para describir la "realidad".
Fragmentos de "Clientelismo" (Alfredo Zaiat).
Algunas palabras se instalan en el espacio público y su sola enunciación actúa como descalificación. No importa el origen ni la rigurosidad en el análisis del concepto, sino que éste es entendido como algo malo. El término “clientelismo” encaja en esa concepción que facilita los discursos políticamente correctos. El consenso acerca de esa noción que desacredita ciertas iniciativas sociales encamina a fáciles posiciones demagógicas, puesto que reciben la aprobación de muchos. Diversos estudios de sociología política han abordado esa relación social en la cual se intercambian, de manera personalizada, favores, bienes y servicios por apoyo político entre actores que controlan diferentes recursos de poder. Esa definición adquiere más dimensión con el aporte desde la economía cuando se evalúa que esa relación involucra distribución de recursos públicos. En esa instancia aparecen los diferentes estándares de valoración de ese vínculo según los agentes participantes. Se considera “clientelismo” sólo cuando dineros públicos se destinan a los grupos más vulnerables de la sociedad, a través de planes de empleo o de asignaciones monetarias. En cambio, se trata de políticas que responden a criterios de “justicia” cuando esos fondos se dirigen a satisfacer reclamos de sectores medios, como se verificó con el salvataje de ahorristas del corralito o la eliminación de la denominada “tablita de Machinea”, que implicó un costo fiscal de unos 2500 millones de pesos anuales. De la misma manera se afirma que constituye una política económica “sensata” cuando empresas son beneficiarias de millonarias transferencias de recursos del Estado.
Entre los especialistas que se alejan de esos análisis superficiales se encuentra un grupo que es más comprensivo respecto del clientelismo. Lo considera un paso adelante en términos de desarrollo político, en la medida en que permite canalizar recursos desde las elites hacia los líderes y mediadores locales, y fortalecer los intereses de éstos y los de sus localidades. La posición más crítica sostiene, en cambio, que el clientelismo no conduce a la democracia ni a la modernización, ya que obstaculiza la puesta en práctica de políticas universalistas, lo cual desalienta la participación social y política, la atomiza, le quita autonomía y por lo tanto tiende a mantener el statu quo.
Pero cada etapa histórica debe ser evaluada con sus particularidades porque, en caso contrario, se corre el riesgo de pretender ajustar esquemas teóricos a realidades complejas. Por caso, en coyunturas donde políticas neoliberales extienden el universo de excluidos, éstos “aprovechan” el clientelismo como forma de cubrir las necesidades básicas de sobrevivencia en un entorno de privación material y aislamiento social. A la vez, cuando se extiende la cobertura del estado de bienestar, ampliando derechos sociales y económicos, universalizando su alcance, se fortalece el poder de los sectores populares, haciendo retroceder las prácticas clientelares. Por ese motivo, la asignación familiar por hijo para desocupados y empleados no registrados adquiere mucha relevancia, porque empieza a romper una relación asimétrica, superando a las políticas asistencialistas que reproducen vínculos de dominación.
Fragmentos de "Clientelismo" (Alfredo Zaiat).
Algunas palabras se instalan en el espacio público y su sola enunciación actúa como descalificación. No importa el origen ni la rigurosidad en el análisis del concepto, sino que éste es entendido como algo malo. El término “clientelismo” encaja en esa concepción que facilita los discursos políticamente correctos. El consenso acerca de esa noción que desacredita ciertas iniciativas sociales encamina a fáciles posiciones demagógicas, puesto que reciben la aprobación de muchos. Diversos estudios de sociología política han abordado esa relación social en la cual se intercambian, de manera personalizada, favores, bienes y servicios por apoyo político entre actores que controlan diferentes recursos de poder. Esa definición adquiere más dimensión con el aporte desde la economía cuando se evalúa que esa relación involucra distribución de recursos públicos. En esa instancia aparecen los diferentes estándares de valoración de ese vínculo según los agentes participantes. Se considera “clientelismo” sólo cuando dineros públicos se destinan a los grupos más vulnerables de la sociedad, a través de planes de empleo o de asignaciones monetarias. En cambio, se trata de políticas que responden a criterios de “justicia” cuando esos fondos se dirigen a satisfacer reclamos de sectores medios, como se verificó con el salvataje de ahorristas del corralito o la eliminación de la denominada “tablita de Machinea”, que implicó un costo fiscal de unos 2500 millones de pesos anuales. De la misma manera se afirma que constituye una política económica “sensata” cuando empresas son beneficiarias de millonarias transferencias de recursos del Estado.
Entre los especialistas que se alejan de esos análisis superficiales se encuentra un grupo que es más comprensivo respecto del clientelismo. Lo considera un paso adelante en términos de desarrollo político, en la medida en que permite canalizar recursos desde las elites hacia los líderes y mediadores locales, y fortalecer los intereses de éstos y los de sus localidades. La posición más crítica sostiene, en cambio, que el clientelismo no conduce a la democracia ni a la modernización, ya que obstaculiza la puesta en práctica de políticas universalistas, lo cual desalienta la participación social y política, la atomiza, le quita autonomía y por lo tanto tiende a mantener el statu quo.
Pero cada etapa histórica debe ser evaluada con sus particularidades porque, en caso contrario, se corre el riesgo de pretender ajustar esquemas teóricos a realidades complejas. Por caso, en coyunturas donde políticas neoliberales extienden el universo de excluidos, éstos “aprovechan” el clientelismo como forma de cubrir las necesidades básicas de sobrevivencia en un entorno de privación material y aislamiento social. A la vez, cuando se extiende la cobertura del estado de bienestar, ampliando derechos sociales y económicos, universalizando su alcance, se fortalece el poder de los sectores populares, haciendo retroceder las prácticas clientelares. Por ese motivo, la asignación familiar por hijo para desocupados y empleados no registrados adquiere mucha relevancia, porque empieza a romper una relación asimétrica, superando a las políticas asistencialistas que reproducen vínculos de dominación.
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