El viernes no pude ir al Congreso. Pude seguir el desenlace por TV. Durante el día había visto algunas cosas, por lo general, mentiras de parte de los opositores. Pero ahora no importa. Esas palabras, las que no se concretan, duermen hasta que llegue el momento de los muertos vivos. Los muertos del "yo había advertido", "yo había anunciado que", "yo había dicho que este proyecto iba", "yo había previsto que este proyecto de ley tenía vicios", bla, bla, bla. Dejemos esto para su resurreción. Ahora purgan ante Dios.
Arribemos a la transnoche del Senado. Una de los senadores (Chiche) dijo que "desde las 10 de la mañana que llegamos aquí, todos sabíamos que íbamos a votar, nada de lo que dijéramos iba a cambiar el voto de ninguno de nosotros, ya pasaron 14 horas y nada de lo que dijimos cambió alguna decisión". Citó a Palacios cuando, pese a un Senado conservador, los convenció de algunas leyes laborales. Después habló otro Senador (Pichetto), se refirió a esas mentiras que ahora murieron, se refirió al blando argumento del "consenso" que había tenido un Senador opositor. Claro, esgrimió, el consenso es necesario, pero no un consenso absoluto, porque pensar eso, sería pensar en una sociedad sin conflicto, y en el Congreso se dirimen, de forma republicana, la disputa de intereses y, por eso, no se puede exigir un consenso absoluto, un consenso en el que una minoría valga lo mismo que la mayoría que votó a este gobierno y a este Congreso. En fin, nada nuevo.
Lo que voy a escribir tampoco es nada nuevo. La política sería, es -a partir de estas fracesitas-, una ficción. Si nadie cambió su voto al oír a otros senadores, ¿por qué la puesta en escena de un debate? ¿Por qué los miramos? Porque los miramos, es una respuesta. Hay espectadores y, entonces, tiene que haber show. Horas y horas de un debate que no torció decisiones. Pero no porque haya que modificar algo, sino porque en sus entrañas (y en las nuestras también) se sabía que todo era un preludio para la aprobación. Acentos más, acentos menos, chicanas más, chicanas menos, los senadores expusieron durante 16 horas. ¿Qué es el consenso, aprobar con consenso? ¿No es el Congreso el lugar del consenso? Consenso no implica hacer todo lo que yo quiero, como esgrime el Senador. ¿Qué tipo de ficción sería un consenso mal concebido? ¿Es una ficción o una mentira? ¿Qué piensa un Senador para pedir consenso, con tal de que se modifique lo que pide la mayoría representada? Seamos ingenuos. Más que ficción, ¿qué utopía construye ese consenso representativo de minorías?
Pues bien, ¿qué es un ritual sin fe? Donde las prácticas persisten sin convicción, entonces somos cómplices de una ficción. ¿Votamos convencidos, aunque sea levemente? ¿Creemos en la performance parlamentaria? Cuando hacemos el pasaporte ¿sentimos en nuestra piel la argentinidad? O acaso vivimos en otras ficciones, como las de aquellas del himno secularizado, la de la bandera marketinera. En la ficción deportiva (el fútbol, rey Maradona), turística (el tango, el gaucho), amasamos la identidad argentina, la representación política. Y en la política dejamos entrar las ficciones y sus primas. Las fantasías, las idolatrías de cartón, los fanstamas y el show.
Arribemos a la transnoche del Senado. Una de los senadores (Chiche) dijo que "desde las 10 de la mañana que llegamos aquí, todos sabíamos que íbamos a votar, nada de lo que dijéramos iba a cambiar el voto de ninguno de nosotros, ya pasaron 14 horas y nada de lo que dijimos cambió alguna decisión". Citó a Palacios cuando, pese a un Senado conservador, los convenció de algunas leyes laborales. Después habló otro Senador (Pichetto), se refirió a esas mentiras que ahora murieron, se refirió al blando argumento del "consenso" que había tenido un Senador opositor. Claro, esgrimió, el consenso es necesario, pero no un consenso absoluto, porque pensar eso, sería pensar en una sociedad sin conflicto, y en el Congreso se dirimen, de forma republicana, la disputa de intereses y, por eso, no se puede exigir un consenso absoluto, un consenso en el que una minoría valga lo mismo que la mayoría que votó a este gobierno y a este Congreso. En fin, nada nuevo.
Lo que voy a escribir tampoco es nada nuevo. La política sería, es -a partir de estas fracesitas-, una ficción. Si nadie cambió su voto al oír a otros senadores, ¿por qué la puesta en escena de un debate? ¿Por qué los miramos? Porque los miramos, es una respuesta. Hay espectadores y, entonces, tiene que haber show. Horas y horas de un debate que no torció decisiones. Pero no porque haya que modificar algo, sino porque en sus entrañas (y en las nuestras también) se sabía que todo era un preludio para la aprobación. Acentos más, acentos menos, chicanas más, chicanas menos, los senadores expusieron durante 16 horas. ¿Qué es el consenso, aprobar con consenso? ¿No es el Congreso el lugar del consenso? Consenso no implica hacer todo lo que yo quiero, como esgrime el Senador. ¿Qué tipo de ficción sería un consenso mal concebido? ¿Es una ficción o una mentira? ¿Qué piensa un Senador para pedir consenso, con tal de que se modifique lo que pide la mayoría representada? Seamos ingenuos. Más que ficción, ¿qué utopía construye ese consenso representativo de minorías?
Pues bien, ¿qué es un ritual sin fe? Donde las prácticas persisten sin convicción, entonces somos cómplices de una ficción. ¿Votamos convencidos, aunque sea levemente? ¿Creemos en la performance parlamentaria? Cuando hacemos el pasaporte ¿sentimos en nuestra piel la argentinidad? O acaso vivimos en otras ficciones, como las de aquellas del himno secularizado, la de la bandera marketinera. En la ficción deportiva (el fútbol, rey Maradona), turística (el tango, el gaucho), amasamos la identidad argentina, la representación política. Y en la política dejamos entrar las ficciones y sus primas. Las fantasías, las idolatrías de cartón, los fanstamas y el show.
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