Un año nuevo se cerraba con una promoción no ganada. O sea, descenso. Y esa noche, un locro de un amigo argentino, su vecino alemán con sus chacareras me rascataron de la desolación. No importa mucho sino para mi recuerdo. Quiero compartir su locura por las chacareras, sin saber una palabra de español. Alto músico.
Como retribución lo agreggué a la novela y también al mar. no hay relaciones verídicas, más las que parecen.
http://www.youtube.com/watch?v=8oXctkf3b6A acá las chacareras de Sasha.
abajo su intromisión en mi relato.
***
Algo que podía ser un frío joven lo despertó. Eran las dos cosas, el frío de un otoño que empezaba su incontinencia y el brazo de su hermano, Mark. Sasha abrió los ojos rápido, estiró un cachete para un lado, la oreja para el otro, la frente hacia arriba, la nariz se inflaba, como un dibujo animado apunto de echar una carrera. No entendía lo que le decía. Empujó a esa chica que estaba durmiendo con él, lo abrazó a su hermano y salieron a la calle, a ver de qué se trataba eso. La gente iba y venía como si estuviese borracha, y como si estuviese planeando algo que no había sido pensado, mejor dicho, realizado con la impunidad con que se emborrachaban en la calle. Octubre era un mes que podía traer recuerdos igual de buenos y malos, la pérdida de la segunda guerra, los octubres celebrados como el día de la patria en la imperiosa Karl Marx Allee. Sasha no vivía muy lejos de la nueve de julio berlinesa, ahí, cerca del barrio obrero, cuando eso no era el mundo entero. Seguían ellos, los otros, yendo hacia el centro de la ciudad. Se veía venir, era una tormenta resistida en el cielo por algún dios que, seguro, no había estado vestido de blanco. Algún dios jubilado en las academias y bibliotecas del otro lado de la ciudad. El trolebús no dejaba de andar, cómo podía ser. Qué iba a cambiar. Sasha ya estaba agotado, llegando con su cara para cualquier lado, haciendo un chiste, imitando a un soldado, pensado que alguien lo estaba viendo. Un dios, alguien sabría de ese hecho. Ningún periodista. El hijo. Cuando le contara al hijo, la burla al soldado. Para después. Después volvieron a sufrir una pedagogía similar. La tolerancia. Sasha no creía que ese fuere su problema. Cruzó una vez, cruzó otra. Cruzó una vez más y no quiso volver. No pudo. Unas horas, unos días. Drogas, cualquiera. Le daban guita, loco. Me daban guita. Esa noche no recuerda qué pasó. Probó todo. Al otro día, fue al banco, dijo que le dieran los marcos de bienvenida, le pusieron un sello. Salió a la calle, todos seguían de la cabeza, qué había pasado, quiso cruzar la ciudad pero ya no había que cruzar más que la frontera de un recuerdo muy cercano. Se fumó la guita de bienvenida en minas, mercas y pelotudeces, como una cámara de fotos. Al otro día se despertó, se borró el sello de bienvenida. Fue al banco, pidió más plata. Así, durante una semana. El cajero ya lo conocía y, aunque la ética alemana sonrojaba a ese vigilante del oro nazi, disfrutaba pensar que era algo que no podía pensar: consumir. Casi como introducir a una jovencita en los placeres sexuales, sólo despertando su curiosidad innata. Sasha recordó a la chica que dejó esa noche de unos días atrás. Se habrá enterado de que se puede ir a la otra parte de la ciudad. A la parte fea pero prometedora. A la parte menos nuestra. Donde la policía parece simpática. Cómo se llamaba, se pregunta Sasha. Cara. Dice. Aunque le parecía impreciso, erróneo. Cara. Cara. Se rascaba la inminente calvicie. Carabajal, le salió como un tirón. Extraño nombre, largo. No se puede tener un nombre tan largo. Luego, quizás, reflexionó que esa extrañeza y longitud le habría hecho recordar el nombre. Al fin de cuentas, lo raro es lo que nos impacta. Y sus ojos marrones, la morocha, su cola redondo. Sasha lo miraba en el horizonte rosa del atardecer congelado de Berlín, mientras se fumaba unos cigarrillos marlboro. María Carabajal. Ahora sí. La ciudad es un pueblo y, cuando lo dijo, recordó donde la había conocido. María había cruzado en esos días por un acto folklórico. La República Democrática quería dar la imagen de mundo que no daba, resistiendo a la apabullante ola de cocacolas, bananas ecuatorianas y multicolores fluorescentes en las telas de cualquier pilcha. María era una sirena, le hubiese gustado decir a Sasha. Le había enamorado la melodía ajena de una chacarera. Sasha era músico de cámara, futuro de. De pronto, encontrar la belleza de una música cálida y triste, reventona del alma, le había despertado una inquietud que las sinfonías militarizantes de la Soviética no le comunicaban. Se acercó con el respeto de las formas, la vergüenza del preso y el amor interno de lo nuevo. Todo esto pasaba mientras Sasha se terminaba su otro marlboro. La buscó otra vez. La encontró a María, que vivía en la otra parte de la ciudad, bueno del mundo. Hace años se había venido de Argentina, el viejo, escapando de la dictadura. Terminó en Berlín occidental. A Sasha le parecía tan lejano cruzar el océano, cuando apenas había llegado a la frontera de Hungría. Todo lo excitaba el doble. Lo enamoraba el doble. La duplicación de los sentimientos guarda la necesidad de vivir lo que el otro. María no hablaba mucho, en alemán. Las cuerdas habían sido el puente que los había encontrado. Total sabes de sobra que en vano fue quererte. Repetía Sasha con un español desconocido. De memoria. María reía. Qué entiende este gringo. Se rió y Sasha, con su cara centrífuga, la festejaba y seguía cantando la letra del tío de María. Hace unas semanas de eso. El muro había caído y ellos tenían pasajes para Santiago del Estero. Sasha iba a conocer Argentina, la tierra de Ernesto.
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