Biografía de un pibito de Villa Devoto. Ocurría ese calor incomprensible, inabarcable como son los diciembres en Buenos Aires. El pesimismo medioclasista de mi viejo, siempre atento a los clamores de la crisis, de los medios, de los fantasmas de la hiperinflación que un gobierno corrupto y el neoliberalismo más siniestro había apagado con la oculta trama de desabastecer a todo un país. El desierto, el calor, la sed y el hambre. Mi casita, en devotito, mi barriecito, protegido por el medioclasismo lava autos y vacaciones en Miami. Mis padres me llamaban de sus trabajos para que no saliéramos de casa con mis hermanas, que estaban por declarar el toque de queda. Había que quedarse en casa. Había que quedarse, y si salíamos, llevar el documento como en la época de la dictadura. El peor de los panoramas. El terror de volver a los tiempos en que el orden se paga con el cuerpo. Había que quedarse en casita. El macdonalds del barrio lo estaban quemando. Estaban quemando gomas en Beiró y Lamarca. Mi barrio que era un pueblo, ahora se estaba llenando de negros y de fuego.
Desde mi cama veía la televisión. La inseguridad, la crisis, el riesgo país. No entiendo nada. Qué pasa. Veo gente que saquea, no hay otra palabra, veo gente cagada de hambre. Veo. No sabía. No me habían dejado saber. En qué país vivo. En qué realidad vivo. Esos días estuve en la cama, viendo cómo todo se movía, viendo que yo no me movía. Cuál era mi lugar en la historia. De qué lado estaba. Por qué no podía salir de mi casa. Por qué no me dejaban salir y mover.
El pesimismo medioclasista y el rencor gorila.
Desde mi cama, llegada la noche y al rumrum de los metales, en voz baja, para que no me escucharan mis viejos, cantaba que se vayan todos que no quede ni uno solo.
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